
Y a pesar del previo aviso nada de esto lo dejó indiferente. Delante de la parada del metro se le entumeció el cuerpo como hace años, siendo niño, el día de reyes. Justo después de los regalos, cuando las serpentinas caen al suelo y tu padre te dice que prepares la mochila por que mañana hay colegio.
Se quedó quieto y tuvo la sensación de que la calle estaba más vacía, de que la noche estaba más cerrada, de que hacía más frío, de que Madrid era grande y él, pequeño. Carlos no lo sabía, pero la soledad le tenía cogido de nuevo de la mano.
Caminó hacia casa y como hacemos todos tras un largo viaje volcó cada cosa en su viejo sitio, respiró la realidad de la que había escapado y se apesadumbró al ver que la vida le tenía cosido a los pies miles de obligaciones.
Ya no había tiempo para mirar el reflejo de la luna en las nubes, ni de demorarse en besos en el banco del retiro.
Llegó a casa y al ver la cama alargó más el espacio entre él y el mundo. Entre esas sábanas aun calientes había hecho el amor minutos antes, la película a medio ver seguía parada, los platos de la comida que compartieron sin fregar. En esa casa todo permanecia en pausa, y por mucho que lavases las sábanas o fregases los platos la presencia de su ausencia siempre todo lo inundaba.
Carlos se acostó en la cama, se cubrió con las sábanas y buscó el olor del cuerpo que encerraba el corazón que tanto amaba. Quería llorar, quedarse así dormido hasta la mañana.
En vez de eso se levantó y preparó la mochila. Por que mañana, vuelve a haber clase.