sábado, 6 de diciembre de 2008

PARA LAS AGUJAS DEL RELOJ




Llegué al festival humano más grande que jamás vieron mis ojos. En él, cada uno de sus espectadores escuchaba su propia música mental proyectando vídeos cerebrales de diferentes grados de realidad. Cada uno con su vida y cada vida de las cien mil congregadas arrastraban un pasado único e irrepetible. Es curioso.

Vivir en una gran ciudad es eso: Cruzar el concierto más grande del mundo de un lado a otro; una y otra vez. A veces de día; a veces de noche. Un evento multitadinario asentado sobre el lugar perfecto para sentirte solo, solo y nadie; nadie y solo, entre millares más. Es irónico.

Entre sus calles; bajo su aire denso y viciado la vida nunca se detiene. Si vieses la playa de Riazor sentado sobre la arena una tarde de Otoño y llegases a Madrid sería como dejar tu coche parado en pleno Gran Vía a las 9 de la noche de un viernes. ¿Y qué haces?

Intentas llevar el mismo ritmo que la gente del metro, la misma prisa de los paseantes, la mirada tan interna, la burbuja tan cerrada. Intentas encontrar una dirección que tomar, tu hueco en los bagones, la emisora que te sintonize. Buscas poner el mapa en el sentido correcto, dejar de encontrarte mareado, totalmente perdido, desorientado. Las ganas de gritar, la forma de exhalar en silencio la presión que se te cuela por los oídos y que te inunda cada vez que algo va mal.

Y Riazor sigue lejos. Todas los castillos que construí en sus orillas parecen haber desaparecido sin haberme dado cuenta. El tiempo allí tampoco se ha detenido. Hay otros castillos, y otros niños, otra vida, una vida lejos que se queda muy lejos de aquí.

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