lunes, 21 de marzo de 2011

Sexo en Madrid _ 1x24 _ Construyendo capítulos



La vida a veces nos cambia en cuestión de minutos. Leonardo DiCaprio decía en Titanic: "haz que cada día cuente". Nunca olvidé esa frase.

Las personas más interesantes que conozco consagran su vida al disfrute de los pequeños detalles: fuman, beben vino, ríen a mandíbula batiente y a la hora de comer apagan el telediario y ven un documental de la dos o una película de su gusto. En mi mundo los más cultos son firmes creyentes de que a veces la felicidad es el resultado de mil actos de ignorancia.

Entonces ¿Cuándo y porqué decidimos tomarnos la vida tan en serio?

En Marzo del 2010 yo ya era un madrileño al uso: corría en el metro, leía todos los periódicos gratuitos con sus miles de desgracias ajenas, trabajaba en una productora que ya no me ofrecía lo que necesitaba, había olvidado el placer de escribir oyendo a Sinatra y hacía más de mil días que no se me ocurría hacer el amor con Ray Charles de telonero. Atrás quedaban los días de fotografiarlo todo, pintar o mantener conversaciones por dispersión; olvidado se quedó en el fondo de un cajón el sino de hacer historias bonitas por su proceso, no por su inmediatez. La vida era una consecución de días y horas sin fines muy concretos.

Un medio día comía pizza mientras veía a Carlos Arguiñano disfrutar como un enano haciendo la comida. Una hora preparando un buen guiso sabe mejor que una pizza con doble de queso. ¿Porqué yo nunca hacía guisos?

En ese momento Lucía pasó por el salón hablando por teléfono con Sergio. A lo tonto ya llevaba dos meses cocinando una relación a distancia, con pocas probabilidades de futuro y grandes riesgos. Sin embargo día a día ella construía algo sin pensar en el mañana, a fuego lento, disfrutando de cada llamada, del placer de tener a alguien en su vida que antes no tenía. Y el concepto en sí era una razón más que suficiente.

Juan seguía con Josete. A pesar de los muchos problemas de alcoba que pudiesen tener ninguno tiraba la toalla en busca de algo mejor. Cada discusión parecía hacer que las diferencias, en vez de expandirse, menguasen. Y a más problemas más pasión. Y a más pasión más celos. Y a más celos más problemas y pasión de nuevo. Un círculo eterno y sin sentido del que ninguno quería salir. En otros tiempos hubiese juzgado alegremente que esa clase de amores son insanos, pero en Madrid uno se pierde tanto que ya no es capaz de decir totalitarismos de ese calibre.

Y luego estaba Xacobe. Lejos de lo que habría augurado Xaco no volvió al mundo de la noche y la perversión, dejó de salir todos los fines de semana, dejó el sexo diario de entre semana. ¿Qué le quedaba? Cambió la decoración de la habitación, se compró una planta y dos hamsters rusos, comenzó a hacer sus primeros periplos informáticos de forma autosuficiente y de vez en cuando se colaba en el messenger para perderse en conversaciones con desconocidos que a base de horas y días comenzaban a dejar de serlo.

Vivían, simplemente vivían. Mis tres compañeros de piso, consciente o inconscientemente, comenzaron a poner color en lo cotidiano, rompieron hábitos y comenzaron a construir cada uno las estructuras de las historias en las que se verían inmersos en no mucho tiempo.

Yo decidí arreglar mi pasado para poder disfrutar de mi día a día, sin fantasmas, sin culpas ni resentimientos. Decidí poner música en mi mp3, cocinar al menos una vez a la semana, volver a llevar siempre un libro conmigo y marcar dos números de teléfono.

De nosotros cuatro todos empezábamos sin saberlo un capítulo nuevo en nuestras vidas. A dos les saldría bien, los otros dos fracasarían.

Y es que en la vida el éxito no está asegurado para nadie, pero atreverte a disfrutar de la vida siempre es mejor que estar quieto por temor al movimiento.

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