
No sé cuando sucedió por primera vez. El recuerdo más lejano se posa en una butaca con palomitas en el regazo, una gran sala que se torna oscura dejándome a solas con un mundo aparte; solo yo y La Sirenita buceando en el televisor más grande que jamás había imaginado.
Años más tarde, a partir de los 12 años, sostengo en la memoria que encuadraba los días de la semana en función de lo que faltaba para el sábado por la tarde. Cualquier altercado o día nublado se veía eclipsado por la simple espera de aquella cita semanal y la misma mañana, por lluviosa que fuera, algo en mi interior producía adrenalina y sucedáneo de felicidad. Ocurría siempre tras pasar dos o más horas en Scouts, comía en casa o una hamburguesa con los amigos y corríamos decididos a Area Central.
Al cruzar sus puertas el mundo cambiaba; siempre hacía calor y buen tiempo, luz y movimiento; era la prescripción perfecta para la resaca de cualquier problema; receta que no logré recuperar.
Al acercarnos al establecimiento circular dejaba que el olor a palomitas dulces y saladas recorriera mis pulmones, como si se tratase del más puro oxígeno que un alpinista pudiese aspirar. Aún varios años más tarde regresé sin quererlo y sólo el olor de aquella zona agolpó mil flashes de aquellas fotos en blanco y negro.
Las cristaleras informativas ponían los contenidos de las 7 salas y era la tarea más ardua y bella que cómo adolescente tenía que afrontar. Recorría con la vista una y otra vez cada fotografía, cada palabra, buscando la forma de desnudar la sinopsis para encontrarme nítido lo que me podía encontrar. Había dos reglas: las películas de terror tenían prioridad y si se trataba de Scream había que degustarla más de una vez.
Era algo mágico.
Después de coger las entradas siempre estábamos holgados de tiempo: algo perfecto para recrear expectativas acerca de lo que nos deparaba la sala 6 esta vez. Siguiendo con el ritual Bea y yo nos colábamos por Alcampo para comprar siempre Chocolate Milka y Lays a la Vinagreta, susceptibles de extras, que no de cambios. Por aquel entonces ya las tradiciones me parecían importantes.
Bajábamos a la planta inferior con nuestra merienda entre manos y en las colas de entrada de los cines buscábamos los estrenos del próximo mes, del próximo verano. Los Ángeles de Charlie 2 fue una angustiosa espera.
Una vez dentro los sentimientos latían tan altos que impedían cerrar las comisuras de los labios, secar el brillo de los ojos y mantenernos quietos y callados. Ese era mi refugio, en esas salas todo quedaba fuera, nada tenía entrada. Allí vivían mis sueños, el futuro que para mi esperaba, y cuando las luces volvían y la realidad apretaba caminaba por las calles de vuelta a casa imaginandome en pantalla, escenas de mi vida o segundas partes que jamás serían rodadas.
11 Años más tarde acaricio la lona que siempre miraba y la sensación es tan grande que para eso no tengo palabras.
Me habria gustado verte durante unos minutos hace 11 años, lleno de ilusion por ir al cine...Igual así me habría costado menos aceptar que te me ibas a Madrid a estudiar.
ResponderEliminarLo cierto es que no me ha costado imaginarmelo como un flashback, será por como escribes...
Te quiero. Ya falta menos para verte
Nacho